Tema

Expiación de Jesucristo

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña que Jesucristo es el Salvador del mundo y el Hijo de Dios. Él es nuestro Redentor. Cada uno de estos títulos señala la verdad de que Jesucristo es el único camino por el que podemos volver a vivir con nuestro Padre Celestial.  

Tal y como se utiliza en las Escrituras, expiar consiste en padecer el castigo por los pecados, con lo cual se eliminan los efectos del pecado y el pecador arrepentido puede reconciliarse con Dios. Jesucristo fue la única persona capaz de llevar a cabo la Expiación por toda la humanidad. Gracias a Su Expiación, todas las personas resucitarán y quienes hayan obedecido Su Evangelio recibirán el don de la vida eterna con Dios.

Por ser descendientes de Adán y Eva, todas las personas heredan los efectos de la Caída. En nuestro estado caído, estamos sujetos a la oposición y a la tentación. Cuando cedemos a la tentación, nos distanciamos de Dios, y si perseveramos en el pecado, experimentamos la muerte espiritual, quedando separados de Su presencia. Todos estamos sujetos a la muerte temporal, que es la muerte del cuerpo físico (véase Alma 42:6–9; D. y C. 29:41–42).

La única manera de salvarnos es permitir que alguien nos rescate. Jesucristo siempre ha sido la única persona capaz de hacer un sacrificio de esa naturaleza.

Desde antes de la Creación de la tierra, el Salvador ha sido nuestra única esperanza de recibir “la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59:23).

Él es el único que tenía el poder para dar Su vida y volverla a tomar. Heredó de María, Su madre terrenal, la capacidad de morir; y de Su Padre inmortal, el poder para vencer la muerte. Él declaró: “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también dio al Hijo el tener vida en sí mismo” (Juan 5:26).

El Salvador es el único que puede redimirnos de nuestros pecados; Dios el Padre le dio ese poder (véase Helamán 5:11). Él pudo recibirlo y llevar a cabo la Expiación porque se mantuvo libre del pecado: “Sufrió tentaciones pero no hizo caso de ellas” (D. y C. 20:22). Habiendo vivido una vida perfecta y sin pecado, estaba exento de las exigencias de la justicia. Como poseía el poder de la redención y no tenía ninguna deuda con la justicia, podía pagar la deuda por los que se arrepientan.

El sacrificio expiatorio de Jesús se realizó en el jardín de Getsemaní y en la cruz del Calvario. En Getsemaní, se sometió a la voluntad del Padre y comenzó a tomar sobre Sí los pecados de todas las personas. Él nos ha revelado algo de lo que experimentó al pagar el precio de nuestros pecados:

“Yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;

“mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;

“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.

“Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres” (D. y C. 19:16–19; véase también Lucas 22:44; Mosíah 3:7).

El Salvador siguió sufriendo por nuestros pecados cuando permitió que lo crucificaran —“levantado sobre la cruz e inmolado por los pecados del mundo” (1 Nefi 11:33).

En la cruz, permitió que le sobreviniera la muerte. Después, Su cuerpo fue puesto en un sepulcro hasta que resucitó y llegó a ser las “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20). Mediante Su muerte y Su resurrección, Él venció la muerte física por todos nosotros.

Jesucristo redime de los efectos de la Caída a todas las personas. Todos los que alguna vez hayan vivido o vivan sobre la tierra resucitarán y regresarán a la presencia de Dios para ser juzgados (véase 2 Nefi 2:5–10; Helamán 14:15–17). Por medio de los dones de misericordia y gracia redentora que nos ofrece el Salvador, todos recibiremos el don de la inmortalidad y viviremos para siempre con cuerpos glorificados y resucitados.

Aunque somos redimidos incondicionalmente de los efectos universales de la Caída, somos responsables de nuestros propios pecados, pero podemos ser perdonados y limpiados de la mancha del pecado si “[aplicamos] la sangre expiatoria de Cristo” (Mosíah 4:2). Debemos ejercer la fe en Jesucristo, arrepentirnos, ser bautizados para la remisión de los pecados y recibir el don del Espíritu Santo.

 

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